improvisaciones y aprovisionamientos

cuentos, garabatos improvisados; también pequeños destellos en forma de palabras que uno va encontrando por ahí­
One Figure, Juan Muñoz
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Nombre:
Lugar: Barcelona, Cataluña, Spain

28.2.05

La bella durmiente

Nació la niña, princesa o plebeya, qué más da, y vinieron las visitas, pongamos que fueran tres. La primera visita le concedió la belleza, pongamos. La segunda visita le otorgó la simpatía, pongamos. Y pongamos que la tercera visita le adjudicó la gracia. Si hubiera sido un puto cuento de hadas, un puto cuento feliz, hubiera venido la cuarta visita, enojada, iracunda, y hubiera sancionado a la niña con una muerte futura provocada por la punción de una aguja. Si hubiera sido un puto cuento de hadas, llegado el momento crítico, hubiera entrado un príncipe en aquel cajero automático, o en aquella torre de palacio, qué más da. Si hubiera sido un puto cuento de hadas, un príncipe o un perro callejero hubiera apartado los cartones, los plásticos, o la frazada con encajes de oro, qué importará eso, y hubiera lamido los labios sin sangre, la boca rota, y hubiera devuelto a la vida a aquella princesa o a aquella decrépita yonqui, qué más da.

25.2.05

El pescador ciego

Del escritor mozambiqueño Mia Couto. Del libro Cada hombre es una raza, ed. Alfaguara.

El barco de cada uno está en su propio pecho.
Refrán macua



Vivimos lejos de nosotros, en distante fingimiento.
Nos desaparecemos. ¿Por qué nos preferimos
en esa oscuridad interior? Tal vez porque lo
oscuro junta las cosas, cose los hilos de lo disperso.
En el cobijo de la noche, lo imposible gana la
suposición de lo visible. En esa ilusión descansan
nuestros fantasmas.
Escribo todo esto incluso antes de empezar.
Escritura de agua de quien no quiere recuerdos,
el definitivo destino de la tinta. Todo por Maneca
Mazembe, el pescador ciego. El caso fue que
él se vació ambos ojos, dos pozos bebidos por el
sol. Cómo perdió la vista es cosa de no creer. Existen
esas historias que, cuanto más se cuentan, menos
se conocen. Muchas voces, al final, sólo producen
silencio.
Sucedió un día de pesca: Mazembe se perdió
en el sinfín. La tempestad había asustado al pequeño
concho y el pescador se ilimitó, desnortado.
Pasaron las horas, llamadas por el tiempo. Sin red
ni reservas, Mazembe tuvo fe en la espera. Pero el
hambre comenzó a anidar en su barriga. Decidió
lanzar el hilo, ya sin esperanza: el anzuelo carecía
de cebo. Y nadie conoce un pez que se suicide por
gusto, mordiendo un anzuelo vacío.
Durante las noches, el frío se encaprichaba.
Maneca Mazembe se cubría a sí mismo. No existe
mejor cobijo que el cuerpo, pensaba. ¿O acaso los
bebés, dentro del vientre, sufren de frío?
La semana transcurrió, llena de días. El barco
se mantenía, sobremarino. El pescador resistía,
sobrevivo. Cuando le daba hambre, se palpaba las
costillas en la moldura del cuerpo:
-Ya no me aparezco siquiera.
Así son las cosas: el juicio adelgaza más rápido
que el cuerpo. Con esa delgadez creció la decisión
de Maneca. Sacó el cuchillo y retuvo el gesto
con firmeza. Se arrancó el izquierdo. Dejó el otro
para los restantes servicios. Y clavó el ojo en el anzuelo.
Era ya un órgano extraño, desenterrado. Pero
se estremeció al contemplarlo. Parecía que aquel
ojo desamparado lo seguía mirando, con pesarosa
soledad de huérfano. Y así aquel anzuelo, entrando
en su ajena carne, le dolió más que la herida de
cualquier aguijón.
Arrojó el hilo y esperó. Adivinaba ahora el
tamaño de un pez, ahogándose en el aire. Sí, porque
no todos los días un pez puede morder un
manjar semejante. Y se rió de sus propias palabras.
El pez, al cabo de muchos «vaya vaya», llegó,
gordo y plateado. Pero ¿cuándo se ha visto un
pez delgadito? Nunca. El mar es generoso, más que
la tierra.
Así pensaba Mazembe mientras se vengaba
de los ayunos. Asó el pescado en pleno barco. Cuidado,
un día arderá el concho, contigo adentro. Era
la advertencia de Salima, su esposa. Ahora, con el
estómago colmado, sonreía. Salima, ¿qué sabía Salima?
Delgaducha, su delicadeza era la de los juncos
sumisos, incluso bajo una suave brisa. No se sabía
qué fuerzas sacaba de sí misma cuando alzaba muy
alto el palo del pilón. Y con el arrullo de Salima,
Maneca se enterneci ó hasta dormirse.
Pero no se mide el árbol por el tamaño de
la sombra. El hambre, pertinaz, regresó. Mazembe
quería remar y no podía. Ya ninguna fuerza le respondía.
Se decidió, entonces: se arrancaría el derecho.
Así, de nuevo, practicó la cirugía. La oscuridad
envolvió al pescador. Mazembe, biciego, sólo
a sus dedos confiaba la visión. Volvió a lanzar el
hilo al mar. No dudó al sentir el estirón, anunciando
el pez más grande que jamás había pescado.
En el transitorio alivio del hambre, sus brazos
recobraron fuerzas. Su alma había regresado del
mar. Remó, remó, remó. Hasta que el barco chocó,
lo oscuro al encuentro de lo oscuro. Por el modo
del mar, entre murmullos de olas infantiles, intuyó
que había llegado a una playa. Se levantó y gritó
pidiendo ayuda. Esperó varios silencios. Por fin,
oyó voces, gente que llegaba. Se sorprendió: aquellas
voces le eran familiares, las mismas de su propia
aldea. ¿Tal vez sus brazos habían reconocido el
camino de regreso sin ayuda de los ojos? Lo recogieron
muchas manos que lo ayudaron a bajar.
Había llantos, sobresaltos. Todos lo querían
ver, nadie lo quería mirar. Su llegada esparcía alegrías,
su aspecto sembraba horrores. Mazembe había
regresado despojado de aquello que nos constituye:
los ojos, ventanas donde se nos enciende el
alma.
Desde entonces, Maneca Mazembe jam ás se
hizo a la mar. No porque quisiese hundirse en aquel
exilio, despojado del mar. Él insistía: sus brazos
habían probado conocer los atajos del agua. Pero
nadie lo autorizaba. Su mujer se negaba muy mucho
a entregarle los remos.
-Tengo que ir, Salima. ¿Qué vamos a comer?
-Más vale pobre que viuda.
Ella lo tranquilizó, habría de recoger almejas,
cohombros, conchas de comer y vender. Así
entretendrían la miseria.
-También yo puedo pescar, Maneca, en
el barco...
-Nunca, mujer. Nunca.
Mazembe se enfureció: que nunca más se
le ocurriese mentar esa idea. Era ciego pero no había
perdido su estatuto de macho.
Pasó el tiempo. En las largas mañanas, el
ciego se pertrechaba de sol. En el oleaje, sus sueños
imaginadaban. Hasta que, cada mediodía, su
hija lo atra ía hacia la caricia de una sombra. Ahí le
servían comida. Sólo sus hijos podían hacerlo. Porque
el pescador se había entregado a una única guerra:
esquivar los cuidados de Salima, su dedicada
esposa. Aceptar su amparo era, para Mazembe, la
más dolorosa rebajeza. Salima le ofrecía ternura, él
la rehusaba. Ella lo llamaba, él le respondía con
un rezongo.
Pero, al ahondarse el tiempo, el hambre se
hizo fuerte. Salima se arrastraba, más puntual que
las mareas, recogiendo cáscaras de miseria, demasiada
concha y poco de comer.
Salima entonces le anunció a su marido: por
mucho que le costase, embarcaría al día siguiente.
Iría a pescar, su cuerpo escondía poderes que él ignoraba.
Mazembe se negó, desesperado. ¡Nunca!
¿Cuándo se ha visto a una mujer que pesque, dirigiendo
un barco? ¿Qué dirían los otros pescadores?
-Aunque tenga que amarrarte a mi pie, Salima.
Tú no vas al mar.
Dicho esto, gritó llamando a sus hijos. Bajó
camino de la playa. Toda su flacura se hacía tensa
en el arco del cuerpo. La marea estaba baja y la embarcación
se había tumbado con la barriga en la arena,
perezosa.
-Vamos, chicos. Vamos a arrastrar este barco
hasta arriba.
Él y sus hijos empujaron el barco hasta lo
alto de las dunas. Lo llevaron a donde nunca llegaban
las olas. Mazembe sacudía las manos, riñendo
a su mujer.
-Tú, Salima, no me provoques.
Y, volvi éndose hacia el barco, dictaminó:
-Ahora vas a ser casa.
Desde entonces, Maneca Mazembe vivió en
el barco, marinoterrestre. Él, junto con la embarcación,
parecía una tortuga patas arriba, incapaz de
regresar al mar. Y, en esa soledad extensa, Mazembe
se echó al abandono.
Hasta una mañana incierta. Salima se acercó
al barco, se quedó contemplando a su marido.
Su estado era de total desaliño, con cara de muchas
barbas. La mujer se sentó, acomodó en sus brazos
una olla de arroz. Dijo:
-Maneca, hace mucho tiempo que no me
pegas.
Quién sabe, conjeturó ella, si la amargura
del hombre no se debía a la abstinencia. Tal vez precisaba
sentir sus lágrimas, exclusivo propietario de
sus sufrimientos.
-Mazembe, puedes pegarme. Yo te ayudo:
me quedo quietecita, sin moverme para nada.
El pescador, silencioso, recorría los atajos
del alma. Conocía las tretas de las mujeres. Por eso
cambió de tema:
-Ni sé qué hora es. Ahora nunca sé.
Salima insistía, casi suplicante. Que le pegara.
El hombre, al cabo de mucho tiempo, se incorporó.
Tropez ó con el cuerpo de ella, le sujet ó el
brazo, en lazo acusador. Salima esperó la conyugal
violencia. La mano de él bajó pero fue para coger
la olla. Con un movimiento brusco arrojó por tierra
el alimento.
-Nunca más me traigas comida. No necesito
nada tuyo. Nunca más.
La mujer se sentó entre el arroz y la arena,
el mundo deshecho en granos. Miró a su marido
que regresaba al barco y vio cómo se emparentaban
el hombre y la cosa: éste, carente de luz; aquél, añorante
de las olas. Cuando ya se iba, Salima se detuvo
al oír que la llamaba.
-Mujer, te pido que me traigas fuego.
Ella se estremeció. ¿Para qué el fuego? Un
hondo presentimiento la hizo negarse. Llorando,
obedeció. Le acercó un leño ardiendo.
-No lo hagas, Maneca.
El ciego sujetó la antorcha como si fuera una
espada. Después, prendió fuego al barco. Salima
gritaba, alrededor de las llamas, como si éstas ardiesen
dentro de sí. Aquella locura de él era una inci-
tación a la desgracia. Por eso, ella le sacudió la vieja
camisa para que él escuchase su decisión de partir,
de llevarse a sus hijos para nunca más volver.
Y la mujer se fue, sin dejar siquiera que sus hijos
se despidieran de su viejo padre, en estado de hechizo,
que maldecía sus vidas.
El pescador se quedó solo, parecía que el arenal
se había vuelto aún más inmenso. En su ínfimo
contorno él se dejó anochecer, palpando en los dedos
el sabor de las cenizas. Tantear los restos le daba
un sentido de grandeza. Al menos que le cupiese
deshacer, destruir todo lo que le estaba prohibido.
Los días se sucedieron sin que Maneca lo
notase. Cierta noche, no obstante, se confirmó el
presagio de Salima: aquel fuego había volado demasiado
alto, y los espíritus estaban molestos. Porque,
en la copa de los cocoteros, el viento se puso
a aullar. Mazembe se acongojó, el suelo mismo tuvo
escalofríos. Súbitamente, el cielo se rasgó y gruesas
piedras de hielo cayeron por toda la playa. El
pescador corría en el vacío en busca de refugio.
El granizo, implacable, lo castigaba. Maneca no encontraba
explicación. Nunca antes se había enfrentado
a tales fenómenos. La tierra subió hasta el cielo,
pensó. Vuelto del revés, el mundo dejaba caer sus
materiales. Con angustia de huérfano, el pescador
ciego cayó de rodillas, con los brazos sobre su cabeza.
Ni a sí mismo se oía, sólo se notaba que llamaba
a Salima, entre sollozos suyos y gemidos de
la tierra.
Fue cuando sintió la suave mano que le tocaba
los hombros. Alzó el rostro: alguien le enjugaba
la fiebre. Primero se resistió. Después se abandonó,
aniñándose en regazo materno. Preguntó:
-¿Salima?
Silencio. ¿Quién era aquella silueta tan llena
de ternura? Sin duda era Salima, aquel cuerpo de
mujer, esbelto y firme. Pero las manos de ésta semejaban
más edad, con arrugas de numerosas tristezas.
Ella lo llevó a un refugio, tal vez su vieja cabaña.
Sin embargo, el lugar parecía tener otro silencio,
otra fragancia. Fuera, los vientos se fatigaban. La
tempestad amainaba. Ahora las manos le lavaban
el rostro, amansando la sal.
-No sé quién eres tú...
Un peine le ordenó los cabellos. En el arrullo,
Maneca casi se durmió. Con un movimiento
del hombro, le ayudó a que se pusiera una camisa,
ropa planchada.
-Tú, seas quien seas t ú, te pido: nunca uses
tu voz. No quiero oír nunca tu palabra.
La identidad de aquella mujer, en el silencio,
habría de perderse. Fuesen o no de Salima aquellas
manos, fuese o no aquella su cabaña, en la ignorancia
él habría de aceptarse. Además, él estaba al
tanto de la habilidad de las mujeres para amansar a
los hombres, convertirlos en niños, almas de insuficiente
confianza.
Maneca fue así retomando el tiempo. Se dejaba
llevar por el consuelo de aquella mujer an ónima.
Ella cumplía su petición, sin pronunciar jamás
siquiera un suspiro.
Todas las tardes él se ausentaba camino del
bosque. Cumplía una tarea clandestina, su única
devoción. Hasta que una tarde, apareció frente a la
compañera enmudecida y le dijo:
-Llévate esos remos. En la playa hay un
barco que he hecho para que salgas de pesca.
Y prosiguió: que saliese, que asumiese el mando
de aquel barco, que no se preocupara por él. Él
se quedaría a la orilla del agua, dedicado a los despojos
del mar.
-Ten en cuenta que ando buscando los
ojos que perdí.
Desde entonces, todas las infalibles mañanas,
se vio al pescador ciego vagabundeando por la
playa, removiendo la espuma que el mar deletrea en
la arena. Así, con pasos líquidos, él aparentaba buscar
su rostro completo entre generaciones y generaciones
de olas.

23.2.05

Díptico del Sol

I
El niño emperador soñó que hacía volar su cometa tigre en la explanada del palacio imperial, en un día de sol esplendoroso. El niño emperador despertó a media noche y tocó dos imperiales palmas. Al instante se le presentó un sirviente con la bacía de los orines.
-Quiero que salga el sol –dijo el niño emperador al atónito sirviente.
-Majestad ¡es media noche! –repuso el sirviente, doblado en una reverencia.
-Guardias, llevaos a este cretino y azotadlo hasta la muerte. Ordenad que vengan los sabios.
Al rato volvió la guardia con los sabios imperiales, que se postraron ante la infantil majestad.
-¿Qué desea su alteza? –dijo uno de los sabios, que lo era un poco menos que el otro.
-Quiero que salga el sol.
-Majestad, no está en nuestro poder influir en el curso de los astros.
-Guardias, descuartizad a este idiota –dijo el niño emperador, y luego increpó al sabio restante, quien respondió.
-La cuestión, su alteza, es que la Luna se ha apoderado del cielo, le corresponde a ella, en esta fase del día ejercer su reinado de sombras. La única posibilidad, su alteza, sería arrestar a la Luna, liberando así al cautivo Sol.
-Pues así sea –dijo el niño emperador- ¿no represento yo acaso un puente entre lo sagrado y lo terrenal?, ¿no estoy aquí para imponer mi voluntad a las cosas del cielo y de la tierra? Guardias, arrestad a la Luna y confinadla en la más profunda gruta.
Los guardias cruzaron una elocuente mirada entre ellos y acto seguido se atravesaron el uno al otro con sus sables, quitándose la vida mutuamente.
-Bah, qué aburrido me tenéis. No se os pude pedir nada. Largaos, ahora quiero dormir –sentenció el niño emperador, mientras arropaba sus tigres de felpa.

II

Yan Li, la poetisa, caminaba espectral por el sendero orillado de bambúes, cuando se topo con el loco que vive en los árboles y que pesa menos que una hoja de ginko. El loco, haciendo un volatín de kunfú se le plantó delante.
-¿Adónde vas poetisa? –dijo el loco, libando de su calabaza.
-Voy a quitarme la vida en el lago de los siete colores.
-¿Por qué?
-No merece la pena vivir en mundo incapaz de conceder el Sol a un niño que lo pide.
-Vaya –dijo el loco mientras se le iluminaban los ojos al beber de su calabaza, donde se encontraba cautivo el Sol.

21.2.05

Buscando a Tabloc

Busco a Tabloc como quien busca una piedra en el desierto. También como quien busca agua. No sé precisar si Tabloc es más agua que piedra o más piedra que agua. Puede que Tabloc sea piedra licuescente o agua petrificada, esto último me trae sin cuidado. Ni si quiera sé si Tabloc es otra cosa que un invento febril.
Este mundo me está enloqueciendo. Tabloc, hijo de perra, me las pagarás, existas o no.
Gatos grises. Fábricas desmoronadas como los restos de un cumpleaños infantil. Penachos de llamas. El cielo está roto por aguilones de grúa y supura pus.
Una anciana atraviesa un solar tanteando el aire. Lleva un interrogante pintado en el pecho desnudo. La maldita iconolatría, ¿no es suficiente, no basta con esa reducción, ese amputar la vida que son los sentimientos?
-¡Un azul! ¡Allí hay un azul! –el grito, en vano, quiere atravesar la cúpula barroca de mi cráneo. La anciana tantea el aire gris. Da aletazos como un pájaro embreado. Mira sin ojos. No me oye. Me encojo dentro de mi sombra.
Detonación. Suave, silencioso murmullo de las llamas. La anciana arde como un trapo.
Huyo por el túnel de humo. Los azules son lentos. Efectivos, pertinaces; pero lentos.
-Por aquí, por aquí -alguien me da un tirón del brazo.
Me cuesta adaptarme a la oscuridad. ¿Estoy en una tubería, un desagüe, un conducto de aire?
Veo a los niños, ¿son niños u hombres diminutos? Hablan todos a la vez, voces caleidoscópicas, fracciones de sonido.
-Hay esperanza –me dicen-. ¿Eres tú la esperanza?
-¿Qué? ¿Dónde estoy?
-En el Templo -me dicen los niños-hombre-. ¿Eres tú nuestra esperanza?
-¿Cóm…? -los niños hombre me inmovilizan. Son fuertes como gorilas. Rápidos como la noche. Me arrancan la ropa.
-¿Eres nuestra esperanza? Necesitamos que lo seas.
Los niños-hombre me obligan a abrir las piernas dolorosamente. Me examinan el sexo. Un niño-hombre con el cráneo translúcido lo examina con ademán de relojero. Veo sangre crapulosa e infantil latiendo en su cerebro.
Hablan todos a la par con voces de gato.
-Creemos que sí, que eres la esperanza. Tienes el estigma.
-¿Estigma? Siempre he pensado que mi sexo es de lo más corriente.
Los niños-hombre me transportan en vilo por grutas emponzoñadas. Una comparsa de gatos nos acompaña. Gatos inflamados y litúrgicos que alumbran los túneles con el haz de su mirada.
Llegamos a una nave amplia; por el techo roto se derrama una manga de luz. En el centro de la nave irrumpe una plataforma a la cual accedemos por unas escalinatas –todo anegado por un océano de gatos-. En una especie de altar hay una muchacha encadenada y desnuda.
-Ella y tú sois nuestra esperanza -grita el niño-hombre de cráneo acristalado, tratando de espantar a los gatos con una antorcha-. Hombre, se te ha escogido para cubrirla. Tienes la semilla sacra. De ella nacerá un Rojo.
-¿Un Rojo?, ¿qué poder tendrá contra millones de azules?
-El mismo que una rosa de sangre en una camisa blanca.
-¿Qué habéis hecho con la muchacha?, ¿Qué es esa arboladura de conductos que se ciñen a su cabeza? Apenas veo sus ojos mar de mediodía.
-No puede, no debe sufrir con esto. Tampoco inferir. La privamos del conocimiento. Sólo así dará a luz a la pureza del Rojo. Cúbrela.

-Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela.

-No podéis obligarme. No se puede vencer a la natura.
-Ya veremos.
Los niños-hombre me obligan a ingerir un bebedizo. Al instante mi pecho se hunde en un abismo de lodo, o de lava, o de fuego. Un marasmo de sensualidad disloca mis extremidades, espantapájaros articulado que se debate consigo mismo. La naturaleza, vence a la naturaleza. Majestad dual de la naturaleza. Acudo a la muchacha como a la salvación de mi alma, o como a la perdición, mejor dicho.

-Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela.

-¿No veis, idiotas, que afirmarse en la esperanza es lo mismo que destruirla?, ¿no veis que la incertidumbre es la única salvación?

-Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela. Cúbrela.

La muchacha tiene olas en los ojos, espuma bella que la marea desliza por sus mejillas. ¿Le hago daño?, ¿habrán eliminado también el conocimiento del dolor, conocimiento último a fin de cuentas? Me gustaría estar arrepentido o triste, pero sólo soy magma que atraviesa las capas tectónicas, magma furioso y ciego. Me gustaría estar muerto. Tabloc, ilusorio Tabloc, te encontraré o te inventaré, y te mataré.

Un universo que se va esponjando en sangre.
De repente explosiones, llamas. Gatos aéreos, niños bonzo. ¡Los Azules, los Azules! Maldita lentitud. No puedo dejar de abatirme sobre la muchacha, quiero abrir la tierra en dos, hundirme en el infinito. Maldita lentitud, ¿por qué no me matáis ya?

Me domino.
Huyo por pasadizos nuevos, hombre primitivo y bestial.
-¿Tan pecaminosa es la duda? -alarido gutural de gargantas ancestrales, ¿gargantas?
Derribo el resto de una puerta y entonces los veo: con las manos en la cabeza, con el sexo enhiesto, con un murmullo tembloroso en la cara descompuesta:
-Mátame. No soy la esperanza. Mátame –gritan todos con sus bocas desencajadas.

Al otro lado de la estancia hay una obertura en el muro que da al exterior. Corro por el pasillo de luz zafándome de los brazos bestiales, huyendo de los rostros imperdonables, incomprensibles, huyendo de mí mismo.
Allá fuera, en algún lugar, me espera Tabloc; y si no, lo inventaré.

18.2.05

No puedo

No puedo escribir sin luz

17.2.05

La palabra

La palabra nos hizo idiotas.
Bendito gorila, adorable chimpancé, no aprendáis nunca la palabra. Bastará con que nos escupáis a la cara.
En el inicio era el Silencio, y el Silencio era Dios y a Dios lo mató la Palabra.
La forma niega el contenido. Y sin embargo, ahí estamos. ¿Cómo se puede hacer arte con un cadáver putrefacto?

16.2.05

El primer beso (fragmento de una novela que nunca escribiré)

Tu primer beso. Fue una noche de carnaval. Has de recordar que el cabrito de J vino media hora antes de lo convenido, en lo mejor de una película. Te cagaste en sus muelas por el interfono. Fuiste a afeitarte la sombra de bigote y los cuatro pelos de la barbilla, más por fastidiar a J que por acicalarte. Te rociaste con after-shave de tu padre y lloraste de dolor. Te pusiste el abrigo y bajaste a la calle; antes de cerrar la puerta observaste el rostro de la abuela en el vano de la cocina, tenía la mirada de quien ve marchar a un mártir para que lo apedree una muchedumbre enfurecida. Llevaba una espumadera en la mano y a ti se te antojó un elemento litúrgico. J llevaba puesta una narizota postiza con unos quevedos. Componía una de sus mejores sonrisas de eterna alucinación. Te dio a elegir entre una careta como la suya y unos mofletes; escogiste los mofletes por no ir a la par, pero no te los pusiste en ese momento para no hacer el ridículo en tu propio barrio, Pero si es carnaval, te dijo J alucinado. Entonces visteis a un aparatoso robot torcer la esquina, temisteis lo peor. Progresaba por la acera como si el fuselaje fuera de planchas de hierro y no de cartón forrado de papel de plata. Os hizo un gesto y fuisteis a su encuentro: era el bueno de P: estabais bien apañados. Os deslizasteis con resignación hasta la plaza del ayuntamiento, donde se ofrecía un baile. Allí te pusiste los mofletes, pensando que sería mejor el anonimato ¿qué anonimato? J y tú entrasteis a empujones en un bar para pedir cerveza en vasos de plástico, P aguardó en la puerta. La cerveza os sabía a precipitado; pero beber una cerveza era para vosotros atravesar el umbral de un jardín prohibido, el jardín de una masculinidad que quizás aún no os correspondía. La foto de la noche hubiera sido la de P sorbiendo su cerveza con una pajita a través de la ranura del casco; pero luego se darían otras instantáneas más interesantes. La plaza estaba atestada. No te gusta bailar, nunca te ha gustado bailar. Disfrutas de la música, pero te ves impotente cuando quieres transmitir el ritmo a tu cuerpo. Sin embargo la cerveza, el magnetismo de la multitud, pavonearse ante aquellas chicas con disfraz de diablesa. Todo iba tan bien, la táctica daba resultado. Pero P tropezó no se sabe cómo y se volcó literalmente sobre las chicas. Qué culpa tenía el bueno de P. Lo horadasteis con la mirada. Luego viste aquella lechuza volar por el cielo sin estrellas y acurrucarse en la esfera del reloj del ayuntamiento, desapareciendo. Sonriendo, igual que le sonríes ahora al niño del autobús, volviste a la escena del baile. El imán de una mirada. La chica del disfraz del payaso. Unos ojos que destacaban por la negación del resto: las pinturas de circo, la peluca azafrán. Tu mano asiendo, de repente, un guante amarillo de circo. Bailando de pronto pachanga con la chica del disfraz de payaso. Más cerveza. Más baile. Perder a tus amigos. Perderte tú mismo en el carnaval de la noche. Encontrarte en un portal. Refugiarse en el portal de la chica huyendo de la lluvia. Refugiarse en el portal de la chica huyendo de la lluvia y encontrarse con una nariz de circo junto a la tuya, de gorrino, encontrarse con un beso escondido bajo una sonrisa enorme. Repiqueteo de tambores para los corazones funámbulos. Al día siguiente una cita. Un día eléctrico, con punzadas de emoción entre las costillitas. Silbar todo el tiempo, silbar mientras se viste uno y ver aparecer en el quicio el rostro de la abuela, mirándote como a una estatua de mármol a la que el tiempo va a arrancar los brazos y la cabeza. Luego, mientras J y P te acompañaban un trecho, el bueno de P te preguntó, ¿Crees que esa chica será guapa?, dejar de silbar, aminorar el paso, cruzar una mirada cómplice, torcer por aquella calle que llevaba a los flippers, no a la cita. Sí, son esas canalladas de crío que a veces se le repiten a uno, como una absurda penitencia.

14.2.05

asreveciV {1}



Despierto de bruces contra el asfalto. Cláxones, gritos. Giro la cabeza y veo el autobús que viene a arrollarme, chirriando como un tren. Entonces me doy impulso con los brazos y salgo volando. Despegue vertical, como esos aviones que bombardean hospitales y barrios residenciales. Lleno de entusiasmo, doy brazadas y golpes de pie, y me desgarro la garganta a voces, como en las atracciones. Me elevo sobre los árboles, las farolas, la altura de un piso, otro, otro, la calle va quedando pequeñita, una maqueta de sí misma.
De repente estoy en precario equilibrio sobre el filo de una cornisa. Braceo para recuperar la verticalidad. Veo que estoy desnudo. Desconcertado, observo una vigorosa erección. El sol del mediodía me ciega. Cuando giro la cabeza buscando refugio para los ojos, veo al cernícalo ocupando todo el marco de la ventana. El cernícalo apenas tiene cuello, y gasta una perilla de domador de leones. Me arrojó sobre el cernícalo y caigo sobre su hombro, plegado como una toalla. A voz en cuello, le imploro que me suelte mientras aporreo los lumbares de sílex del cernícalo. El cernícalo me transporta por un corredor, me deposita en mitad de una estancia y se larga ofuscado y sin quitarme ojo. Entonces viene lo mejor. En la estancia hay una cama con una gachí dentro. Me tiro a bocajarro en el lecho de la dama y hacemos traca-traca y triqui-triqui, y luego otra vez un poco de traca-traca y luego algo más de triqui-triqui. Hasta que ella, supongo que ya harta de mí, me saca de la cama, cogiéndome suavemente por el cuello y, paradójicamente, sin dejar de besarme. Y yo entonces le digo mientras me visto:
-Mejor me voy. No sea que venga otra vez el cernícalo.

8.2.05

El monstuo y yo

Aquí, ¿un oscuro callejón?, el monstruo, aquí, el monstruo, se apodera de mí, ¿cuánto rato llevo huyendo?, me atrapa; las fuerzas están equilibradas entre él y yo, puedo resistirme, aquí, me debato, pero soy consciente de su ventaja: su obstinación es irreductible; cedo, me entrego, aquí, ¿sobre el frío pavimento?, el monstruo vacila, por un instante parece desconcertado, luego se proyecta contra mi hombro, renacido desde su propia abyección, quiero gritar de terror anticipándome a un dolor insoportable, el monstruo devorando mi hombro, mi brazo, pero de pronto me indigno: apenas dolor, un desgarramiento entumecido, miembro de crustáceo que no es el mío; la indignación me vuelve hostil de nuevo, aquí, ¿dónde aquí? me debato, no puedo ser aniquilado de esa forma tan insípida, debe haber dolor, crispación; todo esfuerzo es fútil, las fuerzas están equilibradas; pero la obstinación del monstruo es irreductible: ese principio destruye todas mis defensas; asumo mi degradación, sin embargo me reconforta reconocerme insignificante, lástima que todo vaya a durar tan poco; el monstruo trepida en un lapso de incertidumbre, es su forma de ser, idiosincrasia de los monstruos, aquí, ¿en un oscuro callejón?, luego, no yo, el monstruo, se proyecta sobre mi rostro y lo devora; quedo cegado, sin posibilidad, ¿qué fatuo detalle?, de gritar; pero consciente, soy consciente de la trituración de mis miembros, no dolor, un desgarramiento entumecido, aquí, ¿en un callejón oscuro?, no yo, el monstruo devorándome hasta la última fibra, no dolor, vivir el breve éxtasis de la rendición, último instante de la vida como un arrebato de hedonismo que no podrá ya ser degustado; aquí, dónde ya, no en el callejón, aquí, dentro del monstruo, no el monstruo, yo, no vencido, otra sustancia yo, no ya el monstruo, yo, incorporarme, el monstruo yo, de pié, palparme el rostro, mi rostro intacto, mi rostro invulnerable a la trituración, a los ácidos gástricos, mi hombro, aquí, aquí, mi hombro ileso, mis miembros, el resto de mí, no ya yo, el monstruo, el monstruo yo.
Levantar los brazos y aullar a un cielo sin luna ni estrellas, un aullido que es el estertor impotente de una bestia abisal.
Verme entonces, allí, allí ¿en el callejón oscuro? ver mi espalda fugitiva, aterrada, yo, no yo, yo huyendo por el callejón; perseguirme, ir hacia mí, sin demasiada precipitación, con esa serenidad con la que acechan los monstruos, conscientes de que su obstinación es irreductible.

3.2.05

Los ojos

Los ojos son muchas cosas, pero sobre todo son ojos. Aparte de ser ojos son unos teatreros que representan la sátira del ego.
Ojos que son piezas de artillería de ciencia ficción, van concentrando la energía suficiente para llegado el caso descargar una andanada de rayos láser, ayudados por el timón de las cejas.
Ojos sanos que no te ven; con un sudor frío en la frente ofrecen una taza de café al vacío definido por la voz de uno.
La palabra ojos tiene dos ojos y un sonotone, también una nariz de carnaval.
Ojos que están en mitad de una batalla.
Ojos que proyectan sobre el cristal de un escaparate una película de amor.
Ojos que no desearían verte y que cuando te ven les brota un zarzal en llamas en medio del jardín del iris.
Hablar sobre la inocencia de los ojos infantiles es como interrumpir la siesta de un anciano que está soñando con una tarta de queso.
Hay ojos que en el primer repaso te ven el estado del miocardio y de la vesícula biliar.
Hay ojos de gato y ojos de pescado, que no me interesan, pero hay ojos de gata que parecen ronronear para que les abras un lata de sardinas.
Ojos que buscan las palabras, las ideas, perdidas en la espesa bruma de las cejas.
Ojos que pueden ver atravesando las placas tectónicas el bello espectáculo del núcleo ardiente de la tierra, donde se dan carnicerías de dinosaurios y aves diseñadas por Leonardo Da Vinci. Quienes tienen estos ojos no pueden disimularlo ni siquiera cuando hablan en público.
Ojos que sólo ven en blanco y negro porque les da la gana.
Ojos en los que se puede ver una princesa deslizando sus trenzas por la fachada de un castillo, un ocaso pintado por Turner cuando era niño, un aguerrido héroe que va al trote en un caballo de cartón-piedra.
Pero los ojos sólo pueden ver lo inmediato. Una estrella, una cumbre nevada ¿acaso no la podemos tocar con sólo estirar la mano? Sí, los ojos son el espejo del alma, pero el alma está a flor de piel, desnuda, desamparada, al alcance de la radiación solar y la contaminación acústica.
Ojos que son una pedrada.
Ojos que son dos besos redondos.
Ojos que son planetas lejanos.
Un ojo se esconde tras el telón para que otro recite un poema de amor.
¿Se cierran las persianas de los ojos para besar en la intimidad?
Los ojos de Buda iluminan buena parte del mundo, lo curioso es que están cerrados o apunto de cerrarse. ¿Los párpados son una parte de los ojos? Hay quienes tienen interés en mostrar los ojos atormentados de Jesucristo, no aquellos ojos que recogían racimos de niños y les pintaban una cara de gato o de ratón.
Los ojos no pueden verse a sí mismos.
Hay ojos diseñados para estrellarse súbitamente contra otros ojos ¿de qué manera más eficiente puede expresarse esto?
Ojos que quisieran ver el mundo a su imagen y semejanza.
Ojos que miran para adentro.
A veces pienso que soy un ojo que fluye por el transparente formol de la ciudad, como si la ciudad fuera el interior de uno, entonces veo mi mano que invade el espacio circular de la visión para coger el bocadillo de lomo con pimientos que la dependienta del pans&company me ofrece con una mirada soñolienta; y esto, la verdad, no cambia para nada mis impresiones.

2.2.05

El vendedor de globos

El vendedor de globos, monstruo venusino de cien ojos, se aproxima a la niña en la ciudad retrato, luces de estudio, calles de cartón piedra.
-Quiero éste, éste, éste… –dice ella desde su pequeño trono móvil. El papá trata de evadirse, flecha de hilo que dispara una anciana.
-El rinoceronte-caballo-señor-gordo, ¿sí?, ¿seguro que quieres éste, bonica? –dice el vendedor de globos, ingenuo y traidor, mientras llena el aire de pelos, pelos vencidos como interrogantes, interrogantes inflamados como sogas.
-¿Por qué lleva usted una axila de mono en la cara? –le dice el papá al venusino con la voz de sus pupilas. Y la voz de sus pupilas descompone el cristal de sus gafas (las del vendedor) en un millón de aullidos de gato, verdes, azules, casi siempre triangulares. En la ciudad retrato, cartelón de feria embrujada, danza absurda de tramoyas, el vendedor ofrece un racimo de ojos la niña, con simiesca malicia.
-¿El delfín-rodaballo-de-asimétricas-jorobas, cariño?
-Quiero éste, éste, éste… –dice la niña con rumor de dientes, con alborozo de sierras, con temblor de trituradoras.
-Éste, hija mía, será el tercer capricho que te concedo esta mañana –amonesta el padre a la niña.
-Quiero éste, éste, éste… -insiste ella. Y el vendedor de globos empuja al papá con la fuerza de sus gafas. Al papá se le llena la garganta de tintineos de monedas, y el bazo, y la vesícula, se le llenan los siete estómagos de tintineos de monedas. Y el vendedor asfixia al papá con sus gafas blindadas.
-Está bien –le dice el papá a la pequeña-, tuyo es.
Y entonces se aparta (el papá). Diez pasos, catorce pasos, veinte pasos en la ciudad maqueta. La pequeña necesita espacio para dilatar sus fauces, espacio para deglutir, espacio para digerir al vendedor de globos, en el teatro mínimo de la ciudad.
-¿Te ha gustado, hija?
-Fi, buy bico –dice la niña soltando una comparsa de pelos-interrogantes, eructo capilar, rocío de pelusa.
-Vámonos ya.
Y en los altavoces de la ciudad, barrunto de postales minimalistas sobre un tablón convexo, chilla una voz de terror. Mil láseres –lentitud exasperante de la luz- asaetan el espacio tridimensional de la ciudad circense.
-UUUUUUAAAAAU. Atención, atención venusianos, hay presencia de omnífagos interestelares. Acudan a los refugios. Cierren las compuertas de sus casas.
El hombre corre, arrastrando el carrito de la niña, por la calle de juguete. Sigue a una multitud aterrada. Un venusino de cabeza falconiforme ayuda al hombre a bajar el carro por las escalinatas de un refugio subatómico –lerda obstinación de la materia-.
-Ya estamos a salvo –le dice el samaritano al papá, empujándolo con el cristal de sus gafas.


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