improvisaciones y aprovisionamientos

cuentos, garabatos improvisados; también pequeños destellos en forma de palabras que uno va encontrando por ahí­
One Figure, Juan Muñoz
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Nombre:
Lugar: Barcelona, Cataluña, Spain

26.1.06

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La tristeza es el conocimiento. La alegría es la fuerza.

4.1.06

Como huellas al borde del mar (Cap I)

Os contaré al tuntún algunos episodios de mi vida. Vamos a ver, mmm…Entro al mundo a través de la luz. A mi alrededor se configuran alcobas iluminadas y ventanas por cuyos escenarios transcurren masas de nubes como viejos animales cansados. Y al cerrar los ojos lleno el aire de besos de cuarzo. Luego ya soy un apache y la campana de la iglesia ha crecido dos centímetros. Vivo en la naturaleza y disfruto de sus manifestaciones sagradas: desde el gran oso que se yergue en los riscos para rozar con su hocico el turbulento vientre de las nubes, o los bisontes que trepidan en los prados relumbrantes, hasta el caracol que bebe del rocío sobre la verde hoja del árbol. Cabalgamos al viento en nuestros inagotables caballos rígidos por las vastas praderas de gres, y por la noche, alrededor de una fogata de plástico, nos contamos nuestros sueños y visiones. Mis sentidos están vivos. Huelo al ciervo que está al otro lado del valle y hallo sin esfuerzo la rebanada de pan con mermelada de frambuesas. Mis hermanos y yo nos pintamos la cara con crayones y aullamos al viento que presagia la batalla. Nos ponemos los ojos del coyote o la nariz del águila, y nos acompañan la astucia y la precisión. Podemos escuchar la hoja que cae y la flor que se abre. Podemos escuchar el llanto del día cuando su cabeza ensangrentada asoma por entre los muslos de las montañas. Si comemos los corazones y los hígados de nuestros enemigos, luego compensamos el sabor con una tableta de chocolate. Mmmmm… luego ya he crecido un poco y he roto todos los pijamas mientras duermo. Sí, sí, lo de los globos: los niños vamos al colegio atados a un racimo de globos. Globos por todas partes. Y una carnicera me regala un globo de propaganda color jarabe para la tos. Pero no es un globo. La mujer me ha regalado uno de sus pechos para que juegue. Esa noche me acuesto abrazado al globo-pecho y cuando en la antesala del sueño todo comienza a flotar en una gacha, beso la prominencia que es un pezón y me siento tan feliz como si me traspasara un chorro universal de calostro. En breve convierto la casa en un auténtico party, a pesar de los esfuerzos de la familia. Un día me explota uno de esos globos en la cara. Luego ya es verano y vamos a la playa. La avioneta del sol arroja guitarras de espuma sobre los bañistas y por todos los flancos me acosan volúmenes cuyos ojos desorbitados me espían en mitad de la noche y me obligan a hacer crujir el somier. Una mañana mientras chapoteo en la orilla, entre formidables archipiélagos escaldados, acaparan mi atención dos ojillos que rutilan a través del vaho de las gafas de buzo. La niña se llama Anke, y si no es su nombre es lo que repite hasta la saciedad. Cuando ríe muestra la falta de dos caninos, los mismos que me faltan a mí. Nos exhibimos las bocas. Anke habla en un idioma que se me antoja de militares. No entiendo nada de lo que dice. Todo es imperativo. Dame la mano y saltemos sobre la joroba de esa ola. Ahora tráeme un tesoro del fondo del mar, bien, qué bonita concha, ¿hay más?, tráeme tantas que pueda hacerme un vestido. Llévame lejos de aquí, estoy harta de esos bigotes de morsa, de esos ojos de plastelina que nos vigilan desde las altas torres descamadas. Y yo traigo mi canoa de goma y zarpamos mar adentro, a través de olas como montes que se derrumban. Berreamos cantinelas de bizarros marinos mientras las tablas de surf vuelan sobre nuestras cabezas. En la cuerda del horizonte hacen equilibrios las naves de los corsarios. Durante aquellos días de verano entre otras cosas colaboro en la construcción del palacio imperial de la reina Anke con mi cubo y mi pala. Ampliamos y rediseñamos de una manera ajetreada. Escarbamos un doble anillo de fosos para proteger los minaretes del mordisco del mar e introducimos en ellos pirañas del Polo Norte, capaces traspasar con sus colmillos la coraza de los iceberes. Se alterna con gran dinamismo la geometría de la fortaleza, del cuadrado al hexágono, pasando por la aproximación al círculo. Y si a algún obrero lo vence el cansancio, la misma reina emperatriz se encarga de arrojarle un balde de agua salada. Engalanamos las murallas con murales de carey y con la ayuda del rastrillo colorado elaboramos jardines de algas donde la reina emperatriz da grandes y destructores saltos de júbilo. En los atardeceres una misteriosa benevolencia se apodera de la reina emperatriz y me solicita acompañarla en los paseos por los espigones, por cuyas oquedades, si se grita con la suficiente energía, se entabla comunicación con seres del otro lado del mundo. Y es verdad que me estremezco ante la traviesa majestuosidad que, en el extremo del espigón, frunce la nariz y la boca como los verdaderos reyes y emperadores, que siempre están encorajados. Entonces un escalofrío revienta en mi mano y es la mano de ella. En la última noche de las vacaciones nos fugamos. Nos encuentran al alba, dormidos bajo una barca de pescadores vuelta del revés sobre la que hemos tallado con una navaja nuestros sueños secretos. Luego ya soy adolescente y voy al instituto. Estoy todo el día tirado en los jardines, con el gersey percudido de césped. Sobre todo en primavera, cuando las bolsas de plástico peregrinas vuelven sobre los tendidos y los jardines revientan de latas de refrescos. Leo las aventuras de Hans Pïeff, que recorrió el orbe aporreando un tambor y en alguna maceta interior comienza a germinar la semilla del nomadismo. Mi primer beso tiene lugar una noche de carnaval. También es la primera vez que me afeito y me abraso la cara con el alter-shave. Voy con mis amigos a la plaza del ayuntamiento donde hay un baile. Oliverio, que va disfrazado de robot con cajas de cartón, se vuelca sobre unas muchachas con las que entablamos conversación. De pronto sujeto un guante amarillo de circo. Bailo con la payasa de la peluca azafrán. Bebemos cerveza y luego la acompaño a casa. En el portal se encuentran su nariz de circo y mi narizota con quevedos. Cuando me besa con su enorme boca colorada de payaso me siento como un espagueti. Al día siguiente tenemos una cita. Silbo todo el tiempo. Luego, mientras me acompaña un trecho del camino, Oliverio Swing me pregunta, ¿Crees que esa chica será guapa? Dejo de silbar, nos miramos y torcemos por una calle que lleva a los flippers. Luego fumo mi primer porro y rodeado de una sinfonía de conversaciones tengo una revelación: toda la humanidad no somos otra cosa que una única conciencia archi-mega-esquizofrénica. Y en mitad de una borrachera declaro mi amor frenético por Virginia López, la cual apenas supera en altura la altura de mis caderas. Como no tengo presencia de ánimo para ofender a nadie, salgo con Virginia al cine, a patinar, e instado por ella nos apuntamos a clases de Tango, una disciplina que encuentro la viva alegoría de la indecisión. Para besarla pongo a prueba la elasticidad de mis huesos y en las noches de luna llena la llevo a horcajadas por entre las terrazas de los bulevares mientras comemos chorreantes helados de vainilla. Una mañana en que todos los niños de la Francia gritaron eureka me entero de que me ha dejado por otro. Entonces hago un viaje con Oliverio a través de los Pirineos. Dormimos en las trochas de los bosques, gritamos como locos entre las ruinas de las ermitas y devoramos tajadas de queso al pié de los dólmenes mientras tranquilos perros de goma espuma transitan por los prados. Una madrugada vemos pasar por los aires una cohorte de duendes que van soplando largas cornetas de nácar. Y es en ese momento cuando decido cambiar de aires, de vida. Así que me meto en un autocar atiborrado de hombres barbudos y parto hacia Berlín. ¿Por qué Berlín? Yo qué sé. Probablemente el recuerdo de una niña a la que le faltaban dos caninos. Pero eso son conjeturas. Trabajo primero en un restaurante y acarreo inmensas jarras de cerveza hasta una máquina lavadora y las devuelvo limpias. Y luego en el pasaje del terror del parque de atracciones me encargo de agitar una verja y hago chirriar goznes y entrechoco eslabones. Y entonces veo pasar a la hermosa Anke. Y le grito Anke, Anke, pero no hay forma de que me escuche. Y entonces me digo ¡qué demonios, las oportunidades sólo se presentan una vez! Y me voy tras ella a través del pasaje, pero no la alcanzo porque hay demasiada gente excitada, y un pesado bolso de mujer me derriba al golpearme en la cabeza. Pero ya en la calle la sigo escondido tras los macizos de flores, y luego arranco una rosa y se la ofrezco arrodillado mientras todas las orquestas de los circos mundiales ejecutan un redoble de tambores, y ella viene y me arranca la máscara de terror y me da un beso en la frente con el que me tatúa un sol inextinguible.


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