improvisaciones y aprovisionamientos

cuentos, garabatos improvisados; también pequeños destellos en forma de palabras que uno va encontrando por ahí­
One Figure, Juan Muñoz
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Lugar: Barcelona, Cataluña, Spain

25.2.05

El pescador ciego

Del escritor mozambiqueño Mia Couto. Del libro Cada hombre es una raza, ed. Alfaguara.

El barco de cada uno está en su propio pecho.
Refrán macua



Vivimos lejos de nosotros, en distante fingimiento.
Nos desaparecemos. ¿Por qué nos preferimos
en esa oscuridad interior? Tal vez porque lo
oscuro junta las cosas, cose los hilos de lo disperso.
En el cobijo de la noche, lo imposible gana la
suposición de lo visible. En esa ilusión descansan
nuestros fantasmas.
Escribo todo esto incluso antes de empezar.
Escritura de agua de quien no quiere recuerdos,
el definitivo destino de la tinta. Todo por Maneca
Mazembe, el pescador ciego. El caso fue que
él se vació ambos ojos, dos pozos bebidos por el
sol. Cómo perdió la vista es cosa de no creer. Existen
esas historias que, cuanto más se cuentan, menos
se conocen. Muchas voces, al final, sólo producen
silencio.
Sucedió un día de pesca: Mazembe se perdió
en el sinfín. La tempestad había asustado al pequeño
concho y el pescador se ilimitó, desnortado.
Pasaron las horas, llamadas por el tiempo. Sin red
ni reservas, Mazembe tuvo fe en la espera. Pero el
hambre comenzó a anidar en su barriga. Decidió
lanzar el hilo, ya sin esperanza: el anzuelo carecía
de cebo. Y nadie conoce un pez que se suicide por
gusto, mordiendo un anzuelo vacío.
Durante las noches, el frío se encaprichaba.
Maneca Mazembe se cubría a sí mismo. No existe
mejor cobijo que el cuerpo, pensaba. ¿O acaso los
bebés, dentro del vientre, sufren de frío?
La semana transcurrió, llena de días. El barco
se mantenía, sobremarino. El pescador resistía,
sobrevivo. Cuando le daba hambre, se palpaba las
costillas en la moldura del cuerpo:
-Ya no me aparezco siquiera.
Así son las cosas: el juicio adelgaza más rápido
que el cuerpo. Con esa delgadez creció la decisión
de Maneca. Sacó el cuchillo y retuvo el gesto
con firmeza. Se arrancó el izquierdo. Dejó el otro
para los restantes servicios. Y clavó el ojo en el anzuelo.
Era ya un órgano extraño, desenterrado. Pero
se estremeció al contemplarlo. Parecía que aquel
ojo desamparado lo seguía mirando, con pesarosa
soledad de huérfano. Y así aquel anzuelo, entrando
en su ajena carne, le dolió más que la herida de
cualquier aguijón.
Arrojó el hilo y esperó. Adivinaba ahora el
tamaño de un pez, ahogándose en el aire. Sí, porque
no todos los días un pez puede morder un
manjar semejante. Y se rió de sus propias palabras.
El pez, al cabo de muchos «vaya vaya», llegó,
gordo y plateado. Pero ¿cuándo se ha visto un
pez delgadito? Nunca. El mar es generoso, más que
la tierra.
Así pensaba Mazembe mientras se vengaba
de los ayunos. Asó el pescado en pleno barco. Cuidado,
un día arderá el concho, contigo adentro. Era
la advertencia de Salima, su esposa. Ahora, con el
estómago colmado, sonreía. Salima, ¿qué sabía Salima?
Delgaducha, su delicadeza era la de los juncos
sumisos, incluso bajo una suave brisa. No se sabía
qué fuerzas sacaba de sí misma cuando alzaba muy
alto el palo del pilón. Y con el arrullo de Salima,
Maneca se enterneci ó hasta dormirse.
Pero no se mide el árbol por el tamaño de
la sombra. El hambre, pertinaz, regresó. Mazembe
quería remar y no podía. Ya ninguna fuerza le respondía.
Se decidió, entonces: se arrancaría el derecho.
Así, de nuevo, practicó la cirugía. La oscuridad
envolvió al pescador. Mazembe, biciego, sólo
a sus dedos confiaba la visión. Volvió a lanzar el
hilo al mar. No dudó al sentir el estirón, anunciando
el pez más grande que jamás había pescado.
En el transitorio alivio del hambre, sus brazos
recobraron fuerzas. Su alma había regresado del
mar. Remó, remó, remó. Hasta que el barco chocó,
lo oscuro al encuentro de lo oscuro. Por el modo
del mar, entre murmullos de olas infantiles, intuyó
que había llegado a una playa. Se levantó y gritó
pidiendo ayuda. Esperó varios silencios. Por fin,
oyó voces, gente que llegaba. Se sorprendió: aquellas
voces le eran familiares, las mismas de su propia
aldea. ¿Tal vez sus brazos habían reconocido el
camino de regreso sin ayuda de los ojos? Lo recogieron
muchas manos que lo ayudaron a bajar.
Había llantos, sobresaltos. Todos lo querían
ver, nadie lo quería mirar. Su llegada esparcía alegrías,
su aspecto sembraba horrores. Mazembe había
regresado despojado de aquello que nos constituye:
los ojos, ventanas donde se nos enciende el
alma.
Desde entonces, Maneca Mazembe jam ás se
hizo a la mar. No porque quisiese hundirse en aquel
exilio, despojado del mar. Él insistía: sus brazos
habían probado conocer los atajos del agua. Pero
nadie lo autorizaba. Su mujer se negaba muy mucho
a entregarle los remos.
-Tengo que ir, Salima. ¿Qué vamos a comer?
-Más vale pobre que viuda.
Ella lo tranquilizó, habría de recoger almejas,
cohombros, conchas de comer y vender. Así
entretendrían la miseria.
-También yo puedo pescar, Maneca, en
el barco...
-Nunca, mujer. Nunca.
Mazembe se enfureció: que nunca más se
le ocurriese mentar esa idea. Era ciego pero no había
perdido su estatuto de macho.
Pasó el tiempo. En las largas mañanas, el
ciego se pertrechaba de sol. En el oleaje, sus sueños
imaginadaban. Hasta que, cada mediodía, su
hija lo atra ía hacia la caricia de una sombra. Ahí le
servían comida. Sólo sus hijos podían hacerlo. Porque
el pescador se había entregado a una única guerra:
esquivar los cuidados de Salima, su dedicada
esposa. Aceptar su amparo era, para Mazembe, la
más dolorosa rebajeza. Salima le ofrecía ternura, él
la rehusaba. Ella lo llamaba, él le respondía con
un rezongo.
Pero, al ahondarse el tiempo, el hambre se
hizo fuerte. Salima se arrastraba, más puntual que
las mareas, recogiendo cáscaras de miseria, demasiada
concha y poco de comer.
Salima entonces le anunció a su marido: por
mucho que le costase, embarcaría al día siguiente.
Iría a pescar, su cuerpo escondía poderes que él ignoraba.
Mazembe se negó, desesperado. ¡Nunca!
¿Cuándo se ha visto a una mujer que pesque, dirigiendo
un barco? ¿Qué dirían los otros pescadores?
-Aunque tenga que amarrarte a mi pie, Salima.
Tú no vas al mar.
Dicho esto, gritó llamando a sus hijos. Bajó
camino de la playa. Toda su flacura se hacía tensa
en el arco del cuerpo. La marea estaba baja y la embarcación
se había tumbado con la barriga en la arena,
perezosa.
-Vamos, chicos. Vamos a arrastrar este barco
hasta arriba.
Él y sus hijos empujaron el barco hasta lo
alto de las dunas. Lo llevaron a donde nunca llegaban
las olas. Mazembe sacudía las manos, riñendo
a su mujer.
-Tú, Salima, no me provoques.
Y, volvi éndose hacia el barco, dictaminó:
-Ahora vas a ser casa.
Desde entonces, Maneca Mazembe vivió en
el barco, marinoterrestre. Él, junto con la embarcación,
parecía una tortuga patas arriba, incapaz de
regresar al mar. Y, en esa soledad extensa, Mazembe
se echó al abandono.
Hasta una mañana incierta. Salima se acercó
al barco, se quedó contemplando a su marido.
Su estado era de total desaliño, con cara de muchas
barbas. La mujer se sentó, acomodó en sus brazos
una olla de arroz. Dijo:
-Maneca, hace mucho tiempo que no me
pegas.
Quién sabe, conjeturó ella, si la amargura
del hombre no se debía a la abstinencia. Tal vez precisaba
sentir sus lágrimas, exclusivo propietario de
sus sufrimientos.
-Mazembe, puedes pegarme. Yo te ayudo:
me quedo quietecita, sin moverme para nada.
El pescador, silencioso, recorría los atajos
del alma. Conocía las tretas de las mujeres. Por eso
cambió de tema:
-Ni sé qué hora es. Ahora nunca sé.
Salima insistía, casi suplicante. Que le pegara.
El hombre, al cabo de mucho tiempo, se incorporó.
Tropez ó con el cuerpo de ella, le sujet ó el
brazo, en lazo acusador. Salima esperó la conyugal
violencia. La mano de él bajó pero fue para coger
la olla. Con un movimiento brusco arrojó por tierra
el alimento.
-Nunca más me traigas comida. No necesito
nada tuyo. Nunca más.
La mujer se sentó entre el arroz y la arena,
el mundo deshecho en granos. Miró a su marido
que regresaba al barco y vio cómo se emparentaban
el hombre y la cosa: éste, carente de luz; aquél, añorante
de las olas. Cuando ya se iba, Salima se detuvo
al oír que la llamaba.
-Mujer, te pido que me traigas fuego.
Ella se estremeció. ¿Para qué el fuego? Un
hondo presentimiento la hizo negarse. Llorando,
obedeció. Le acercó un leño ardiendo.
-No lo hagas, Maneca.
El ciego sujetó la antorcha como si fuera una
espada. Después, prendió fuego al barco. Salima
gritaba, alrededor de las llamas, como si éstas ardiesen
dentro de sí. Aquella locura de él era una inci-
tación a la desgracia. Por eso, ella le sacudió la vieja
camisa para que él escuchase su decisión de partir,
de llevarse a sus hijos para nunca más volver.
Y la mujer se fue, sin dejar siquiera que sus hijos
se despidieran de su viejo padre, en estado de hechizo,
que maldecía sus vidas.
El pescador se quedó solo, parecía que el arenal
se había vuelto aún más inmenso. En su ínfimo
contorno él se dejó anochecer, palpando en los dedos
el sabor de las cenizas. Tantear los restos le daba
un sentido de grandeza. Al menos que le cupiese
deshacer, destruir todo lo que le estaba prohibido.
Los días se sucedieron sin que Maneca lo
notase. Cierta noche, no obstante, se confirmó el
presagio de Salima: aquel fuego había volado demasiado
alto, y los espíritus estaban molestos. Porque,
en la copa de los cocoteros, el viento se puso
a aullar. Mazembe se acongojó, el suelo mismo tuvo
escalofríos. Súbitamente, el cielo se rasgó y gruesas
piedras de hielo cayeron por toda la playa. El
pescador corría en el vacío en busca de refugio.
El granizo, implacable, lo castigaba. Maneca no encontraba
explicación. Nunca antes se había enfrentado
a tales fenómenos. La tierra subió hasta el cielo,
pensó. Vuelto del revés, el mundo dejaba caer sus
materiales. Con angustia de huérfano, el pescador
ciego cayó de rodillas, con los brazos sobre su cabeza.
Ni a sí mismo se oía, sólo se notaba que llamaba
a Salima, entre sollozos suyos y gemidos de
la tierra.
Fue cuando sintió la suave mano que le tocaba
los hombros. Alzó el rostro: alguien le enjugaba
la fiebre. Primero se resistió. Después se abandonó,
aniñándose en regazo materno. Preguntó:
-¿Salima?
Silencio. ¿Quién era aquella silueta tan llena
de ternura? Sin duda era Salima, aquel cuerpo de
mujer, esbelto y firme. Pero las manos de ésta semejaban
más edad, con arrugas de numerosas tristezas.
Ella lo llevó a un refugio, tal vez su vieja cabaña.
Sin embargo, el lugar parecía tener otro silencio,
otra fragancia. Fuera, los vientos se fatigaban. La
tempestad amainaba. Ahora las manos le lavaban
el rostro, amansando la sal.
-No sé quién eres tú...
Un peine le ordenó los cabellos. En el arrullo,
Maneca casi se durmió. Con un movimiento
del hombro, le ayudó a que se pusiera una camisa,
ropa planchada.
-Tú, seas quien seas t ú, te pido: nunca uses
tu voz. No quiero oír nunca tu palabra.
La identidad de aquella mujer, en el silencio,
habría de perderse. Fuesen o no de Salima aquellas
manos, fuese o no aquella su cabaña, en la ignorancia
él habría de aceptarse. Además, él estaba al
tanto de la habilidad de las mujeres para amansar a
los hombres, convertirlos en niños, almas de insuficiente
confianza.
Maneca fue así retomando el tiempo. Se dejaba
llevar por el consuelo de aquella mujer an ónima.
Ella cumplía su petición, sin pronunciar jamás
siquiera un suspiro.
Todas las tardes él se ausentaba camino del
bosque. Cumplía una tarea clandestina, su única
devoción. Hasta que una tarde, apareció frente a la
compañera enmudecida y le dijo:
-Llévate esos remos. En la playa hay un
barco que he hecho para que salgas de pesca.
Y prosiguió: que saliese, que asumiese el mando
de aquel barco, que no se preocupara por él. Él
se quedaría a la orilla del agua, dedicado a los despojos
del mar.
-Ten en cuenta que ando buscando los
ojos que perdí.
Desde entonces, todas las infalibles mañanas,
se vio al pescador ciego vagabundeando por la
playa, removiendo la espuma que el mar deletrea en
la arena. Así, con pasos líquidos, él aparentaba buscar
su rostro completo entre generaciones y generaciones
de olas.

3 Comments:

Blogger Ana M. García said...

Que alegría me da entrar en tu blog casi al azar y descubrir un cuento de Mia. Yo tengo una gran pasión por los autores africanos de lengua portuguesa. Por desgracias no han sido publicados muchos, cosa que comprendo por la riqueza oral de sus libros. Si me permites te recomiendo a un autor angoleño fantastico, Pepetela. Quizás ya lo conoces, pero por sino son muy recomendables sus libros: Lueji, Generación de la utopia y parabola de la vieja tortuga (no sé si son los titulos exactos en español, yo suelo leerlos en portugués)

Un placer visitar tu blog
un saludo

11:38 a. m.  
Blogger it said...

Un cuento de otra cultura.
De otra raza.
De otro mundo.
Muy impresionante.

1:50 p. m.  
Blogger a man of no fortune said...

Gracias, María. Pepetela, me lo apunto.

ah, Saf, impresiona ¿eh?

3:26 p. m.  

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