El sopor
Estoy traspuesto de sopor. Vosotros habréis vivido alguna vez ese horrible infierno, a la vez tan agradable. Uno está en medio de un evento social, o de una circunstancia en la que entregarnos abiertamente al sueño puede ser denigrante, o incluso gravemente comprometedor, y sin embargo los párpados van resbalando, entre las sienes bulle una delicuescencia tórrida, y bueno para qué deciros nada más. A pesar de la sombrilla que sujeta el esclavo, mis ojos entrecerrados son dos bóvedas inflamadas de luz, por los resquicios que mantengo abiertos pero boqueantes, veo agitarse la multitud en el foro como un espectáculo perdido en el poso translúcido de la imaginación. El bramido de las bocinas que anuncian las carreras me sacude por un instante. Noto punzadas en el entramado de nervios de los ojos. No es cosa de echar la culpa a Plinio, tantas veces he quedado ahíto con su asado y luego disfruté del circo con el mismo entusiasmo que la desmayada plebe; pero me aferro a esta falsedad de la mente, concentro así mi última resistencia al sueño. Me doy cuenta de que mi cabeza está ladeada en un punto intermedio entre la tensión normal y la horizontalidad del hombro. Pienso que Agripina se hará cargo de la situación, llegado el caso me asistirá tirando discretamente de la toga; sin embargo el propio confort que me produce esta afirmación me asusta lo suficiente como para que se templen con prudencia los músculos del cuello. Esa brisa que me masajea el rostro no es otra cosa que un suplicio jupiterino. Un grito desgarrado del público me llega a los oídos como el arrullo de un riacho. Los caballos han pisoteado a un auriga, se ve. Yo me derrito. Qué esfuerzo inverosímil el de incorporarme a curiosear. Tengo la sensación de ir menguando. Un hilo de baba que se me descuelga no se verá en la distancia. Perder mil sextercios en las carreras es una cosquilla que me recorre el cuerpo hacia abajo y se evapora en la uña del dedo gordo. Me he perdido durante un lapso indefinido en un abismo de color naranja, del que me ha arrancado, como de la muerte, de nuevo la estridencia de las bocinas. Los gladiadores han sumido el circo en el denso silencio de la expectación: esto será mi ruina. Quiero alcanzar con mi mano la mano de Agripina, en un último esfuerzo de asirme a la realidad; pero mi mano es un monstruo torpe que se adentra en una bruma. Dolor en los ojos forzados en los que apenas hay una línea de luz, y sin embargo tanto placer, tanto gozo en las cervicales violentadas, en la boca descolgada. Siento que me crece una nariz blanda que se va doblando hacia el suelo. Ese trasiego de metales, ese alarido que acaso me provoca un apagado estremecimiento en el hígado. Me hundo en el cieno, hacia regiones abismales donde mi entregado y viscoso cuerpo de pez sin ojos será recogido por las manos de una deidad. Un último relámpago de conciencia surca mi noche dorada, y porque tengo que dar el veredicto vuelco el último arresto hacia el pulgar de mi mano, que no es otra cosa que una ciega aleta de pescado que se agita en los abismos de la tierra. Y ocurre entonces que la tierra se abre de par en par mediante el escándalo de una reja, y ese hombre cojitranco y grasiento restalla su látigo contra la piedra inmediata a mis pies. Y yo le escupo una flema sobre la jeta y lo injurio con escandalosas imprecaciones. Se jalea mi nombre y salgo a la cegadora luz que inflama mis ojos entrecerrados, ensordecido por el delirio de las percusiones. En mi mano hay una espada que es como un pesado rayo de plata. En mi pecho reverbera el sol. Por entre los intersticios del yelmo veo a Agripina en el palco, lleva un recogido que resalta la esbeltez de su cuello. La saludo.
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