improvisaciones y aprovisionamientos

cuentos, garabatos improvisados; también pequeños destellos en forma de palabras que uno va encontrando por ahí­
One Figure, Juan Muñoz
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Nombre:
Lugar: Barcelona, Cataluña, Spain

26.5.05

el mundo

el mundo es de los tontos; los imbéciles nos lo quieren arrebatar

25.5.05

El sopor




Estoy traspuesto de sopor. Vosotros habréis vivido alguna vez ese horrible infierno, a la vez tan agradable. Uno está en medio de un evento social, o de una circunstancia en la que entregarnos abiertamente al sueño puede ser denigrante, o incluso gravemente comprometedor, y sin embargo los párpados van resbalando, entre las sienes bulle una delicuescencia tórrida, y bueno para qué deciros nada más. A pesar de la sombrilla que sujeta el esclavo, mis ojos entrecerrados son dos bóvedas inflamadas de luz, por los resquicios que mantengo abiertos pero boqueantes, veo agitarse la multitud en el foro como un espectáculo perdido en el poso translúcido de la imaginación. El bramido de las bocinas que anuncian las carreras me sacude por un instante. Noto punzadas en el entramado de nervios de los ojos. No es cosa de echar la culpa a Plinio, tantas veces he quedado ahíto con su asado y luego disfruté del circo con el mismo entusiasmo que la desmayada plebe; pero me aferro a esta falsedad de la mente, concentro así mi última resistencia al sueño. Me doy cuenta de que mi cabeza está ladeada en un punto intermedio entre la tensión normal y la horizontalidad del hombro. Pienso que Agripina se hará cargo de la situación, llegado el caso me asistirá tirando discretamente de la toga; sin embargo el propio confort que me produce esta afirmación me asusta lo suficiente como para que se templen con prudencia los músculos del cuello. Esa brisa que me masajea el rostro no es otra cosa que un suplicio jupiterino. Un grito desgarrado del público me llega a los oídos como el arrullo de un riacho. Los caballos han pisoteado a un auriga, se ve. Yo me derrito. Qué esfuerzo inverosímil el de incorporarme a curiosear. Tengo la sensación de ir menguando. Un hilo de baba que se me descuelga no se verá en la distancia. Perder mil sextercios en las carreras es una cosquilla que me recorre el cuerpo hacia abajo y se evapora en la uña del dedo gordo. Me he perdido durante un lapso indefinido en un abismo de color naranja, del que me ha arrancado, como de la muerte, de nuevo la estridencia de las bocinas. Los gladiadores han sumido el circo en el denso silencio de la expectación: esto será mi ruina. Quiero alcanzar con mi mano la mano de Agripina, en un último esfuerzo de asirme a la realidad; pero mi mano es un monstruo torpe que se adentra en una bruma. Dolor en los ojos forzados en los que apenas hay una línea de luz, y sin embargo tanto placer, tanto gozo en las cervicales violentadas, en la boca descolgada. Siento que me crece una nariz blanda que se va doblando hacia el suelo. Ese trasiego de metales, ese alarido que acaso me provoca un apagado estremecimiento en el hígado. Me hundo en el cieno, hacia regiones abismales donde mi entregado y viscoso cuerpo de pez sin ojos será recogido por las manos de una deidad. Un último relámpago de conciencia surca mi noche dorada, y porque tengo que dar el veredicto vuelco el último arresto hacia el pulgar de mi mano, que no es otra cosa que una ciega aleta de pescado que se agita en los abismos de la tierra. Y ocurre entonces que la tierra se abre de par en par mediante el escándalo de una reja, y ese hombre cojitranco y grasiento restalla su látigo contra la piedra inmediata a mis pies. Y yo le escupo una flema sobre la jeta y lo injurio con escandalosas imprecaciones. Se jalea mi nombre y salgo a la cegadora luz que inflama mis ojos entrecerrados, ensordecido por el delirio de las percusiones. En mi mano hay una espada que es como un pesado rayo de plata. En mi pecho reverbera el sol. Por entre los intersticios del yelmo veo a Agripina en el palco, lleva un recogido que resalta la esbeltez de su cuello. La saludo.

20.5.05

el pacto



el hombre es el hombre para el lobo,
pero también es el hombre para el hombre, y a veces un hombre es un lobo acorralado, aullando desde un teclado a una luna fosforescente y rectangular
divagar, sí, entiendo que es mucho más honesto que fabular, y menos chabacano que confabular, pero dentro de un rato me traicionaré, antes de que acabe el día
¿no es el divagar el acto más libre y por lo tanto más íntimo de la palabra?, una libertad parcial, porque la palabra siempre es un corsé, una vía estrecha en la que el caudal de espíritu se embotella; pero nos gusta tanto el verbo, con qué entrega nos sometemos a él
las lecciones de la vida: la vida nos grita a cada instante, o nos canta, pero somos tan lamentablemente sordos
en el autobús, reverbero en el cerebro primitivo de los tiempos de estampida, un depredador, una tormenta, un incendio, si soy más fuerte o más rápido que los demás no moriré, egoísmo natural
en el trabajo lo mismo, pero en juego sólo hay un lúgubre empleo; y ahora que estoy desplazado a un frío rincón en el que doy la espalda a todo el mundo, ese peso de la sobriedad forzada se me viene sobre las vértebras como una roca
hace días que el que está a mi lado no canta, ni masculla frases incoherentes, y eso me tiene preocupado: reconocía ese gesto como un último ademán de rebeldía
en el parque más lecciones
apareció una rata y una horda de niños la acosaron imprudentemente; entre varios adultos la mataron a patadas, fácil pues estaba enferma y ciega
uno le reventó la cabeza con un golpe de talón
¡y los niños aplaudían, y qué brillo en sus ojos al representarse unos a otros el gesto del golpe final¡
qué mierda nos enseñan en el colegio, qué mierda nos enseñan en ningún sitio, y quién tiene autoridad para enseñarnos nada
el que está a mi lado es un cincuentón salido de un melodrama de los setenta, uno se lo puede imaginar pateando una lata de coka-cola en la quinta avenida, al amanecer, mientras la nota lánguida de un saxo en sordina estremece Manhattan
triunfo sobre una rata, triunfo sobre un asiento de autobús, triunfo sobre un empleo deleznable, triunfo en una guerra ilegal e injusta,
¿qué diferencia hay?
todos somos iguales, algunos quizá vivimos en el ensueño de la ingenua bondad, pero nos traicionaremos antes o después por un puñado de monedas
no hablo de los motivos por los que voy al parque, porque sería hablar de lo sagrado, y eso es sacrilegio, no profanaré mi propia sangre
a veces, en mitad del estercolero, una rosa
esas dos chicas que van al parque, una de ellas es deficiente mental en un grado importante, apenas puede caminar
se acarician, se abrazan, no he visto ternura semejante, y puesto que no tienen ni un solo atributo en común, fantaseo con que ni siquiera son familiares
la chica deficiente recuesta su cabeza en el pecho de la otra, como si le escuchara los latidos
luego, el mismo gesto contra la tierra del parque, qué intensa metáfora
tanta felicidad en los dos rostros
nos pidieron una lista con necesidades, material, etc, para un próximo traslado de oficina, el que está a mi lado ha escrito en un correo electrónico la siguiente palabra: RESPETO
ahora tarareo Yellow Submarine, aunque no soporto a los Beatles
el que está a mi lado se gira
nos miramos,
no será precisa ninguna palabra,
ningún gesto más
pero al cabo de un rato el que está a mi lado romperá el silencio de estos días diciendo
-compañía, sobre el hombro, ar
y el pacto quedará sellado

18.5.05

El nadador, John Cheever

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.
Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
-Caramba, Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. –Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.

Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
-¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
-Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
-Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
-Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned-. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía:
-Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
-¿Mis desgracias? –preguntó Ned-. No sé de qué habla.
-Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
-No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned-, y las niñas están allí.
-Sí –suspiró la señora Halloran-. Sí… -Su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad-. Gracias por permitirme nadar.
-Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.
Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
-Oh, Neddy –exclamó Helen-. ¿Almorzaste en casa de mamá?
-En realidad, no –dijo Ned-. Pero en efecto vi a tus padres. –Le pareció que la explicación bastaba-. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
-Bien, me encantaría –dijo Helen-, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
-Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen-. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
-Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro-. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger-. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
-Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta- y también los intrusos.
Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó.
-En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente-, ¿puedo pedir una copa?
-Como guste –dijo ella-. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
-Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. –Y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… -Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. –Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual- era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que era quien prevalecía, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
-¿Qué deseas? –preguntó.
-Estoy nadando a través del condado.
-Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
-¿Qué pasa?
-Si viniste a buscar dinero –dijo-, no te daré un centavo más.
-Podrías ofrecerme una bebida.

-Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
-Bien, ya me voy.
Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal- en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
The New Yorker, 18 de julio de 1964.

17.5.05

Los Martínez II

El señor Martínez despertó a las 6:49 a.m. con la cabeza llena de cristales que entrechocaban, sobre todo al incorporarse en la cama como un resorte, pues aquella cama no era la suya. El augurio de un berrido de la señora Martínez le obligó a entornar los ojos, y una contracción involuntaria del pecho hizo que el matasuegras que aún llevaba acoplado en la boca emitiera una estridencia. Menuda juerga, se dijo el señor Martínez. Mientras se sacudía el confeti y buscaba marcas de carmín, descubrió el tentáculo verde que le ceñía el muslo. Siguiendo el desarrollo del tentáculo descubrió una cadera verde de mujer y luego un fascinante pecho verde. El señor Martínez, con un arrepentimiento eléctrico, saltó de la cama y buscó con desespero la ropa. Al no hallarla en la estancia irrumpió en el cuarto de baño y allí se enfrentó a su imagen en el espejo: los pectorales como dos adoquines, venas como cables de acero...
Mientras la señora Martínez tendía una colada notó una sombra veloz que surcaba el cielo. Unos segundos más tarde el retintín de las llaves en la cerradura. La señora Martínez agarró una escoba con ambas manos: esta vez le esperaba una buena a su marido.


he escrito este esperpento entre cabezadas de sopor, a modo de exorcismo

10.5.05

Quizá un cuento, primera parte

relato extenso, por fascículos, jeje

I


Si yo escribiera alguna vez este cuento comenzaría con un principio abrupto: un primer contacto con el personaje, paulatinamente ofrecería esbozos basándome en el cliché del científico estrambótico, voluminoso cráneo calvo, gafas de miope… Retrato en sepia del pasaje adormilado. Una azafata de vuelo con un fular de seda. Un tentempié. Observación por parte del protagonista de las pantorrillas hipertrofiadas de la azafata, análisis: adaptación a superficies inestables. El protagonista en la cabina de aseo. Debo mostrar el maletín, unido al antebrazo del protagonista por un grillete. Entonces el estallido. Estremecimiento de ser absorbido por una turbina. Disolución del yo en una corriente de realidad imprecisa y turbulenta, ¿muerte?, luego un impulso irracional, gestado en lo profundo de la fibra animal, una mano que busca, una boca que busca desesperadamente: aire, vida.
Después un corte. Cómo seguir este asunto, este trasunto. Sí, cambiaría de narrador, al fin y al cabo, ¿no puedo hacer lo que me dé la gana? Primera persona. El protagonista yo. Espacio límbico, una espantosa quemazón en la garganta. El sol no en lo alto sino frente a mí, yo no tumbado sino de pie en un muro horizontal en el que me derrito, en el que me aso. Esa burbuja de luz hirviente, si pudiera alcanzarla estallaría. Quiero andar por el aire, y sin embargo chapoteo. Con el maletín improviso un sombrajo para la cabeza. Palpo mi voluminoso cráneo de científico y no encuentro fracturas. Hay una lucha en mi interior por algo más importante aún que la supervivencia: la identidad, pero sólo soy una bestia que gime, por tanto ignoro el origen de mi dolor. Con un grito desprovisto de toda humanidad recibo a la noche, extendiendo mi mano en carne viva hacia las lejanas estrellas.
Aquí vendría una somera descripción del marco, vuelta a la tercera persona, palmeras cortando al sesgo el espacio, las arenas decorativas, las escarpadas cumbres, los tupidos bosques ululantes.
Recuerdos deshilachados: paseos en bicicleta, árboles cuyos nombres he olvidado, ni siquiera puedo recordar la palabra árbol, ni siquiera la palabra bicicleta. Primeros esfuerzos: arrastrarse por la playa, apuntalarse en las rocas y otear el horizonte con la vista encegada. Recuerdos de la infancia imposibles, yo acunado en brazos de mi madre, yo escalando un mueble para hurtar albaricoques. Parto cocos con el canto de acero del maletín. Bebo. Me yergo, espanto a las aves en los manglares con mis berridos grotescos, a los diminutos mamíferos que me estudian desde la espesura, me reconozco superior, blando mi maletín en un gesto primitivo de euforia. Cazo pequeñas alimañas con mi maletín. Abrazo mi maletín y le agradezco la vida. La lluvia azota los cristales y yo en medio de un estrado, esa pajarita de lunares me distrae, no, no es esa pajarita de lunares, son esos ojos detrás de mí, ese lazo en el pelo, esa risa que ahora oigo remedada por ajetreo de las gaviotas. Carne cruda. Ensangrentado mi rostro, espanto a los monos que me escudriñan desde la espesura. De la mano que sostiene la tiza caerá una gota azufrada que al reventar en el suelo del estrado generará un fantasioso vergel, en el que ni yo ni nadie estaremos nunca. Camino ya con soltura, las quemaduras van cicatrizando, prendo mi primer fuego. Me siento en un escollo a contemplar los atardeceres, y me arrullo con esa canción de cuna sin palabras.
En la llegada del alba, trazo surcos en la arena con una piedra: líneas, ángulos: un poliedro, entonces echo a correr por la playa con los brazos en cruz y por primera vez en varios días articulo sonidos que adquieren la forma de una palabra berreada:
-¡Euleeeeeeeeeeer!

3.5.05

Los héroes dormidos



a todos los niños víctimas de la estupidez imperialista, y también de la pasividad y la cobardía de el resto, entre los que me incluyo




La percepción en conjunto de un objeto repetido hasta la infinitud tiene la característica de destruir el objeto inicial, de desproveerlo de sus atributos. Una sola aeronave destructora es terrible. El fuselaje vibrante, la energía contenida en las articulaciones, el odio frío despuntando en las bocachas cromadas; esa belleza incoherente del diseño. Dos aeronaves anexas duplican estas sensaciones. A partir de la quinta la impresión producida da un giro sobre sí misma. El conjunto impresiona por conjunto, por sobreabundancia, pero los atributos iniciales quedan difusos e incomprensibles. Y el ojo, siempre reduccionista, se solaza con el primer cinturón de aeronaves, y con el segundo, y con el tercero. Anillos resplandecientes que se ciñen sobre el planeta Zinimú (el pequeño planeta Zinimú) como las ondas que un guijarro provocaría en un estanque de aguas negras y brillantes.

¿Pintar el planeta Zinimú? Una mancha ocre en la inmensidad, un ascua en perpetuo declive.
¿Más detalle? Usaría una paleta breve: ocres pálidos, ya digo, para las vastas superficies. Ocres para un vacío que se repliega sobre sí mismo, exultante, ondulante, cambiante. Vació barrido por el viento, que es un vacío aéreo. Luego están los abismos, tránsito del ocre hacia el negro, abrupto giro del vacío hacia la nada. A cada tanto una inmensa boca abierta, un grito sordo, una mueca retorcida o una sonrisa enigmática. Por último, un trazo de color, aquí o allá, para registrar una túnica que enfrenta el viento, o la gualdrapa de un animal de tiro sobre la que restalla una fusta.

¿Y la música?, ¿qué efecto produce en el conjunto?, ¿es omnipresente? Sí, en cierta medida, como todo lo omnipresente. Vibra incesante, reproducida por los altavoces, por todos y cada uno de ellos, en la faceta frontal de las aeronaves. ¿Se escucha en Zinimú? Sí, claro, es esa música, ELLA, para los nativos un evento más, como los soles, las tempestades de oro, o la necesidad depredadora de las bestias. Se sospecharía que los animales de carga han aprendido a acompasar con ELLA el ritmo de sus huesos mientras vadean las dunas, se sospecharía también que hay una secreta comunión entre las melodías y la invisible transformación de orográfica de Zinimú.

Los Zinimuníes son muy parecidos a los humanos; pero más estilizados, como si los estiraran a menudo. Ah, sí, los ojos. En sus ojos habita un resplandor tranquilo que les brota del espíritu, y que hace recordar la luz que se filtra por los vitrales de en un templo. Los ojos de los Zinimuníes son ojos de animales pacíficos.

¿Unos aguafuertes de Zinimú?
El costillar de una bestia sobre la arena como una mano que escarbase.
Un zinimuní acuclillado, nervudo tal que hecho de sogas, que sostiene una lanza con la que acecha a una especie de lagarto.
Un conjunto de chozas de forma cúbica, de cuyas fachadas cuelga peletería y tinglados de metal.
Un zinimuní dominando su animal de tiro al borde de un abismo.
Una hembra zinimuní, fuerte como un toro, que da a luz al amparo de un peñasco.
Zinimuníes bailando, riendo; tras ellos el inmenso vacío: es conmovedor ver la sonrisa blanca de un zinimuní.
Un zinimuní roto bajo una sombra, un quebramiento tranquilo; porque los zinimunís no envejecen, se van rompiendo, cuarteando. Los zinimunís se erosionan hasta fundirse con el paisaje.
Una apuesta de soles: los dos soles de Zinimú se acuestan despacio sobre el horizonte, como dos amantes nuevos.

¿Una reproducción? No, no: un músico. La música es ejecutada por un músico. Cómo describirlo… Está tirado en una silla: una silla de ruedas o una camilla con barandales y con el respaldo reclinado, es difícil de distinguir. El músico muestra la laxitud de un hombre al que acaban de acuchillar, y en el rostro la expresión del recién ahorcado. Este músico está enfrentado a un aparatoso órgano: un marasmo de tubos, engranajes y palancas. La cabeza del músico está orlada por una corona de ventosas, de las cuales brota un enramaje de cables que ascienden hacia el útero de una caja metálica. Esta caja distribuye de nuevo los cables hacia los diferentes dispositivos auxiliares: motricidad asistida. De manera que el impulso de tocar un acorde viaja por varios metros de cable antes de su traducción en fuerza mecánica sobre el exoesqueleto que moviliza las extremidades del músico.

Nadie sabe en que aeronave viaja el músico. Este dato rompería la armonía del conjunto.

Me queda, por último, hablar del valle de los Héroes Dormidos. Este valle es una gran brecha abierta sobre la superficie. Al atardecer se puebla de zinimuníes no adultos que descienden desde los poblados llenando el aire con el eco de sus juegos. Este valle está lleno de pequeñas maravillas que los niños atesoran en los faldones de las blusas, de las túnicas: piedras de colorines, caparazones de alimañas, avecitas silbadoras que se dejan acariciar en el cuenco de la mano; a veces uno de los niños encuentra una flor, ¡una flor!, en un recodo y entonces las normas dicen que ha de ejercer como rey hasta un nuevo hallazgo.
Y los Héroes Dormidos son perfectamente olvidados. No es sólo cosa de los niños. Es que la costumbre desencanta, desvirtúa el sentido original de las cosas, y el tiempo hace que todo se vuelva costumbre. Un hombre, si pudiera transcurrir tiempo suficiente en esa situación, se acostumbraría a llevar un puñal de bronce clavado en el muslo.
Ya no se presta atención a los Héroes Dormidos, no en el sentido que se debería. En el sentido original. Pero ¿quién sabe cual fue el sentido original?
Ahora los niños los usan sin verlos. Escalan por las armaduras de piedra, o enlazan cuerdas en el extremo de un brazo armado (una espada que señala el firmamento) para construir columpios, o pasos elevados que conectan un coloso con otro.
Zira es la reina infantil en este momento. Casualmente es la mayor. Aunque todavía su conciencia bucea con tranquilidad en las aguas del juego, hay un misterio que comienza a agitarse en su interior. Emplazada en el yelmo de un titán de piedra dirige las maniobras de sus súbditos, por aquí, por allá... Pero sobre todo se encarga de que nunca halla demasiado alboroto. La música. El sermón diario de sus padres. Si alguna vez dejara de escuchar la música debería salir corriendo para refugiarse en casa.
Zira se descuelga por una liana, va en busca de una piedra de colorines que ha descubierto. La música sigue ahí, como siempre. Ella sabe que obedecería a sus padres ciegamente, llegado el caso. Por amor más que por miedo a las represalias. Sin embargo se encoge de hombros mientras contempla los destellos irisados de la piedrecita.
Ella no puede entender que alguien tuviera intenciones de matar a un niño.


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